domingo, 26 de agosto de 2007

El extravío (cuento)



(Literatura de ficción)
El extravío

Estaba allí. Tirado. Doblado en varias partes. Con el ómnibus en movimiento lo vi. Memoricé el lugar. Calculé los metros. Justamente detrás del Lada, parqueado en un parque. Seguro es un dólar. Pero dudé del valor. Sólo tenía la idea de bajarme, correr, buscarlo, encontrarlo. No era un billete verde olivo. Era verde. No podía parecerse a un Martí. Ni siquiera a un Maceo; aunque son de un verde claro.
Enseguida pensé en la cuantía del billete. De cinco. Diez. Quizás veinte. Cincuenta. A lo mejor de cien. Podía ser cualquiera de esos valores. Pero aún me encontraba en el ómnibus. La siguiente parada no quedaba lejos. Retrocedí mentalmente hacia el parque. El Lada continuaba parqueado. El billete doblado se estaba abriendo. Síntoma de los dólares. ¿Los demás billetes no hacen eso? No podía ser un euro por el color. Ni un yen. Ninguna moneda blanda. Tenía que ser un dólar. Y un dólar “gordo”. Vale pensar en grande. Soñar. Cambiar la realidad. Enriquecer la fantasía.
Delante de mí una persona impedía moverme hacia la puerta de bajada. Detrás, alguien pedía permiso, con ansias superiores a las mías. Supe que físicamente aún seguía en el ómnibus. Pero corría en busca del billete. Para encontrarte dinero necesitas dos factores: la suerte y la vista. Con suerte puedes ser lo que quieras. Con vista disfrutas de la suerte.
Sin embargo, no podía avanzar. Sentí halones a mi espalda, mientras los árboles de la calzada rozaban el ómnibus. Escuché gritos y pensé que el chofer había pasado la parada. Dudé del billete, pero fue corta la duda. Volví a sentir los halones y un roce en un bolsillo delantero. Al bajar la vista sorprendí   a   unos   dedos.   Eran  horribles.  Sucios.  De uñas largas. Me viré y no vi de quién.
Todavía pensaba en el billete. La parada se acercaba. Entre mis sienes me aproximaba al billete. En realidad debía bajarme en la otra parada. Pero si lo hacía me alejaba del billete.
De súbito me acerqué a la puerta de bajada. Sudaba. Sentía una frialdad. Un dolor de cabeza. Hasta que el aire fluyó  por la puerta de bajada. La claridad encandiló mis ojos. Bajé. Acalambrado caminé por la acera. Crucé la calzada. Me orienté en dirección al parque. Imaginaba que husmeaba alrededor del Lada. Entre mis sienes volví a ver el billete. Más verde aún. No quise mirar hacia atrás. Lo despejé. Llegué a la otra acera. A más de trescientos metros calculé el parque. Había sacrificado una parada. En estos momentos estaría subiendo la escalera de mi edificio. Tal vez me hubiera cruzado con un vecino. Lo hubiera saludado. Pero caminaba solo. Recto. Sin mirar atrás. Pensaba banalidades. Son los  vacíos de la ignorancia. Noté la diferencia de la brisa. El oxígeno. Las sombras de los árboles. Me viré y vi la diferencia atrás: árboles talados. Ñongos. Pensé que así es la vida. Nacer. Crecer. Fallecer. Seguí adelante. Recobré el recuerdo del billete. Ya estaría más abiertico. Enseñando la carota del mártir. ¿Pero alguien no se lo habría encontrado? ¿Cuánta gente lo habrá pisoteado? El chofer. ¡El chofer del Lada! Se lo habrá encontrado. A lo mejor era de él. No. Dios no es un sinvergüenza. Es mío... ¡Míralo allí! Qué vista de águila. Diría que de espía. Me acerco más. Hay personas en dirección... Tengo que correr.  Pero... el niño, el niño tropezó y cayó delante. Lo ha visto. Lo ha recogido. Se ha mandado a correr.  Lo sigo. Ya no corre.  Bueno, es un niño. Lo gastará
en mierdas. Le pertenece y me despido del billete. Adiós, papelito de la felicidad. Quedaste en pobres manos.

El pescador y la cámara (cuento)


(Literatura de ficción)
El pescador y la cámara


Desperté antes que el reloj. Cambié el atuendo de médico por el de pescador. Tomé un desayuno ligero y bajé la escalera sin saber a qué hora de la tarde la volvería a pisar. No tenía otra alternativa: la escasez prolongada es hambre.
Llegué a pie hasta el Malecón y en la ponchera de Prado inflé la cámara para lanzarme a la contaminación de la bahía.
La mayoría de los pescadores se tiran de noche y no soy la excepción. Sin embargo, decidí hacerlo una vez por la mañana.
Comprobé que la cámara me soportaba y remé más allá del Morro, a tal distancia que divisé el lado de la salida del túnel.
Dije que por la mañana me tiré. Pero el día se fue oscureciendo. Se hacía menos visible y, en un descuido, dejé caer el remo. No importa, me animé, regreso de manos.
Encarné el anzuelo y lo lancé. Inexplicablemente perdí el conocimiento. Por la noche abrí los ojos y las olas me presionaron hacia las profundidades. No veía sino tinta negra que me manchaba y el gusto salado hizo empinarme de una botella de agua. El sonido de las olas me habló en otro dialecto, como si me dijera que viajaría lejos.
Fue como sentarse en un ómnibus al revés: quería regresar y me alejaba. Vi la pista marítima que se le hacían huecos, pequeños, grandes, muchos más grandes, mayores y mayores. Las ondas que abrían, me podían tragar. Desde arriba escupían y me mojaban. Empapado y segado, perdí la ubicación de donde estaba.
Cuando uno está perdido le pregunta a un transeúnte la parada o las señas del lugar adonde va. Sin embargo, me vi solo y comprendí que la soledad absoluta es como esperar la muerte.
Recordé los retratos de mi esposa, de mi hija, me vi yo. Pero era otro. Seco, vestido, de pie. Aquí estaba agachado, mojado, me movía de posición, cuando la circulación me obligaba a estirar las piernas y darle patadas a la noche.
Ya dije que me tiré de día y olvidé llevar una vela. No podía ver nada.

La expulsión (cuento de ciencia-ficción y realismo mágico)



(Literatura de ficción)
La expulsión

La profundidad nerviosa movía y emergía pesadas basuras por la playa. Los bancos de arenas se desmoronaban y dejaban precipicios que los microorganismos vivos y muertos subían de repente impregnados en un objeto cilíndrico, cuya masa sonaba como metal contra los caracoles y piedras, embarrado de algas.
La marea subía y empujaba, entre el agua y la arena, los restos perdidos. El objeto iba y venía de un lado a otro por su forma. Rodaba sin pararse en un lugar. Brincaba porque no se dejaba dominar después de varios siglos tragado por las arenas. Volvía a emerger por la corriente que quería echarlo fuera de su hábitat.
Silbaba por los choques con otros desechos antiquísimos. Daba vueltas y se postraba, hasta que varias olas lo impulsaron hacia la orilla. Giraba y brillaba el cobre. Las puntas de las olas tendidas no lo rozaban, mientras el viento le hacía remolinear por la superficie arenosa. Aún sin brisa se movía.
Quedaba tranquilo, pero a medida que el sol se encaramaba, un fulgor encandilaba la vista de dos pescadores.
De lejos parecía un pez, de cabeza y cola, mutilado. Tenía la aproximación a una obra de arte. Los pescadores, después de amarrar el bote al muelle, se sintieron atraídos por el objeto. La pesca fue mezquina, pero uno de ellos lo vio y lo encestó junto a los pescados. El otro no le hizo caso y le criticó la carga inútil.
Caminaron hacia el poblado, uno resignado, el otro esperanzado. Cada quien se desvió en pos de su hogar. El de la pesada carga comenzó a imaginarse el contenido del objeto, las manos no se unían al asirlo y la longitud no superaba media braza.
En casa repartió la pesca con la familia y se llevó en la jaba el objeto. En el patio lo sacó y observó un sudor ferroso que espiraba. Buscó instrumentos para deformar la estructura. Le asestó golpazos hasta dejarle chichones y abolladuras. Lo agitó con brusquedad y esta vez desde la “barriga” parecían brincar monedas o joyas. Imaginó la más ambiciosa fantasía. Pero extenuado por el hambre, postergó la manera en que haría vomitar la entraña del objeto.
Por la noche, después de la cena, miró al hallazgo que le refulgía una sombra extraña. Un gaseoso olor le hizo toser y lo ocultó en el cuarto de desahogo.
Al despertarse recordó un sueño donde, por la tarde, un galeón español había encallado en los farallones y en la orilla distinguió a mujeres y hombres harapientos, contó a varios niños, y varios cuerpos inflados que las olas reventaban contra los dientes de perros, volvían a restregarlos y un color marrón teñía los alrededores; pero vio más: unos negros con taparrabos saltaban y gritaban alrededor de los blancos, mientras un negro vestido oraba mediante convulsiones arrítmicas en el mismo lugar donde encontraron el objeto cilíndrico.
Fue hasta la playa y notó que había pescados reventados. Pensó en la contaminación del agua o que habría un tesoro en los bancos de arenas. Varios días repitió la inspección, pero no emergió nada.
Habló con un biólogo marino y le explicó que cualquier hallazgo que se descubriera, pertenecía al patrimonio nacional porque estaba en la plataforma insular del país. Que si era de valor histórico tenía que devolverlo.
Dejó de pescar. Día y noche pensaba en el objeto. Esperaba con inteligencia operarle el vientre. Consiguió una sierra. Pero los dientes del disco se le partían al más leve contacto con la piel de cobre. El motor no tenía potencia. Las huellas de los intentos por penetrarlo se pronunciaban más; sin embargo, el sonido a monedas seguía tintineando desde dentro.
Buscó un berbiquí y observó que la punta del barreno echaba un humillo y desplegaba un olor a quemado. No podía penetrar el objeto. No había forma. Seguía con los deseos. La reserva del encuentro del hallazgo la mantenía con cautela. En cualquier instante podían decomisarle el regalo del mar.
Desilusionado porque todavía no había abierto el objeto misterioso, decidió esconderlo quién sabe hasta que día.
Pasaron años sin que no supiera el secreto. El hijo mayor iba a casarse. El pueblo lo esperaba en la calle. Adentro él terminaba de ajustarse la corbata. La novia estaba sentada en el auto junto con el padre. El objeto todavía brillaba con las abolladuras y chichones. El joven lo abrazó con las manos. Lo colocó encima de las piernas, cuyos extremos sobresalían. Alzó el martillo que hizo una curva en el aire. Cayó encima del objeto el peso exacto, el golpe definitivo... La detonación rajó las paredes como un movimiento telúrico.

Quinta de la Caridad (Novela)

Nota: para leer la reseña en El País, pincha aquí     LITERATURA de FICCIÓN


Envié un solo ejemplar a ese certamen literario, donde pedían tres. Pagué 10 pesos cubanos en la oficina de correos de Belascoaín y Carlos III, en Ciudad de La Habana. No solo salió de Cuba, también llegó a España aquel ejemplar computadorizado, con errores y tachaduras, hasta que a principios de enero de 2004 pude enterarme, através de una llamada telefónica, que había obtenido ese premio.
 Según informó la fundación Bartolomé March, la novela presenta un "estilo ágil y vivaz, punteado de cubanismos sabrosos, toques fonéticos de distintas hablas habaneras y referencias a costumbres y productos de la vida ordinaria local". Fue seleccionada entre un centenar de obras.

Fragmentos de la novela Quinta de la Caridad, XI Premio de Novela Breve Juan March 2003, España (Fundación Bartolomé March):

Veitía se levantó del sillón y fue hasta el librero y repasó con la vista el lomo de los libros. Extrajo títulos sugestivos sobre criminalística enviados por amigos de Europa Oriental. Las huellas, de S.R. Sámusev y El procesamiento de imágenes, de T.N. Selezniova, motivaron al oficial, sentado en el sillón.
La esposa lo llamó para que cenara y Veitía detuvo sus ojos en el poste de alumbrado. Un bombillo iluminaba la esquina. Centró la vista en la circunferencia amarillenta que emitía la luz del bombillo. Parpadeó unos segundos, quedó medio cegato e imaginó que corría atrás de un asesino.
La calle estaba húmeda; sin embargo, recordó que el día fue soleado para que lloviera de repente, cuando resbaló por un salidero albañal. Se levantó y vio al asesino atravesar un terraplén y ocultarse en un hierbasal. Veitía se dio cuenta que no llovía porque el terraplén no le enfangaba los zapatos. Siguió persiguiendo al asesino y escuchó a su antiguo ayudante, rezagado, que le repetía que no se detuviera.
Sin saber por qué su mente se perdía en esa ficción logró volver a la realidad.
—Norberto –lo llamaba la esposa–, Norberto, ya hice el batido de mango.
Veitía se levantó del sillón y fue hasta el comedor. Sentado a la mesa probó el batido con una cuchara. Al lado un plato con un pan con jamón y queso esperaba ser probado. Le dio un mordisco y supo que tenía hambre.
En el ejercicio de masticar, comenzó a reproducir su último caso de homicidio. Chicha era una voz clave, cerca del lugar del crimen. Bajó el mordisco de pan con jamón y queso con un sorbo de batido. La comida ligera le hacía más bien que la pesada por la avanzada noche. El programa Prismas estaba a punto de acabarse, mientras meditaba acerca de la operación policial ejecutada antes del asesinato, del Delegado de la circunscripción que manejaba datos privados y de un informante desaparecido.
A cada rato Veitía viraba el cuello hacia el televisor. Un cortometraje respecto a un preso que coordinaba la fuga de la prisión con el sepulturero lo entretuvo durante unos minutos. El preso que deseaba fugarse le pidió al sepulturero que lo sacara del ataúd en el cementerio.
Veitía, entre un pensamiento y otro, mordisqueaba la merienda. Ya el preso salía de la prisión y sentía que bajaban el ataúd con sogas a unos tres metros y a los granos de tierra que lo cubrían. El acuerdo era que el sepulturero lo desenterrara por la madrugada y desclavara el ataúd, todo ello a cambio de mil dólares; sin embargo, pasaban los minutos, la media hora y, a punto de rebasar la hora, el preso vivo sintió el malestar de la estrechez del ataúd debido al preso muerto que aplastaba.
Veitía volvió a mordisquear la merienda y en fracciones de segundos se trasladó hacia la Quinta de la Caridad, mucha gente freía carne de puerco, mientras cinco hombres comenzaban un altercado. El caso estaba claro: era uno de ellos, pero por el escaso alumbrado, Chicha no le pudo decir con exactitud quién fue el asesino.
Tan cansado estaba el preso de esperar a que el amigo lo desenterrara y desclavara el ataúd, cuando, de pronto, encendió un fósforo y se viró para ver a su compañero: ¡era el sepulturero!
El programa Prismas terminó y el Noticiero Nacional de Televisión ocupó la pequeña pantalla. Veitía se levantó y apagó el televisor. Tragó el último sorbo de batido y disminuyó el dulzor con unos traguitos de agua al abrir el refrigerador y pegar sus labios al pomo.
Avistó el reloj y pensó en las ocho horas de descanso. La esposa lo llamaba desde el cuarto y Veitía le dijo que iba a despertar a los muchachos, mientras caminaba hacia ella. Pasó el cuarto de los hijos y la hija tosía. Veitía abrió la puerta y la vio dormida. Cerró la puerta y se dirigió a su cuarto.
— ¿Qué tenía? –preguntó la esposa.
—Nada, tosió un poco.
—Por la noche la vi preocupada... los exámenes de ingreso a
la Universidad.
—Sí, la tensión –dijo Veitía–, también la tuve.
—Estás raro, ¿un nuevo caso de...?
—Más o menos.
—No sé por qué siempre me doy cuenta.
—Porque las mujeres son chismosas.
La esposa espiró una burla y se quitó la bata, sentada en la cama. Los senos quedaron empinados hacia Veitía.
— ¿No me vas a a t e n d e r, querido?
—Como no, siempre tengo reservas.
La esposa se levantó y la bata cayó al suelo, discriminada por los pies que la patearon contra la pared.
— ¡Oh... eres una Maja desnuda! –exclamó Veitía.
—Todavía me falta... –ella le señaló el blúmer.
Veitía dio la vuelta y se le acercó. La esposa estaba de pie y él se agachó y le fue bajando el blúmer con los dientes, sin usar las manos. En esos instantes ningún pensamiento saboteaba al investigador de homicidios. Ni el asesino tras el cual corría hace un rato ni el cortometraje de Prismas. La Quinta de la Caridad no existía en su conciencia, ni su jefe, el coronel Pupo. Una vez que el blúmer se deslizó por los muslos y bajó a más velocidad por las piernas y cayó en los pies, la esposa lo condenó en compañía de la bata.
El criminalista se desvistió sin contratiempo, mientras la esposa lo contemplaba:
—Ay, mi amor, qué fuera de mí... no sabes la falta que me haces.
Veitía se frotaba los testículos con las manos y por la pinga  comenzaba a circular la sangre y a inflarla.
—Yo no puedo creer, querido, que me haya metido eso.
—Chúpamelo.
La esposa se sentó en la cama y Veitía, de pie, le facilitó la succión. Sintió el lengueteo y el cerebro y el corazón se le
desesperaron. Las piernas le temblaron y varios chorros de "leche" salpicaron a la esposa por el cabello, por un ojo, y le bajaron por el rostro y le cayeron goticas en los muslos. Ella se revolvió la "leche" por la cara y lo agarró por las manos y él se le fue encima.

sábado, 25 de agosto de 2007

MINICUENTO & POESÍA


(Literatura de ficción)
El bolso

En un parque jugaban ajedrez. Una mujer caminaba sin preocupaciones. Un hombre se le acercaba. Los jugadores charlaban al final de la partida. Entre las discusiones de los ajedrecistas, unos gritos y forcejeos les viraron el cuello a los testigos. ¡Quién te dijo que salieras! ¡Puta, dame acá, te voy a enseñar a respetar...! La mujer, sin comprender la situación, lloraba en un banco. Un jugador se le acercó: ¿Qué te pasa, mi´ja? ¿A mí…? Yo... no lo conozco...Mientras el hombre se alejaba con un bolso.

Nota: cuento publicado por la revista Somos Jóvenes, junio de 2003, La Habana, Cuba. Este cuento se encuentra disponible en la compilación de cuentos Giros del deseo, en AMAZON.
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Del poemario Ancho de colores, disponible en AMAZON

Parte 1. Arcos de reflejos

3
Si miro alrededores    destello que se aleja
en cada oral margino unos arcos de reflejos
me voy perdido siempre entre los surcos
reparo casi todo desde afuera
y siento no tenerle como veo:
la entraña de mirar hasta empotrarse
el cielo que rizó sobre su cuerpo.
Que nado  su camino por un sueño
perenne todavía    inanimado.